lunes, 23 de octubre de 2017

30/52 - Fernando Buen Abad Domínguez


Manecillas de remo 

Traza la línea líquida de la mirada sus tatuajes de reflejos sobre la pupila mientras una silueta mansa se bebe la sensibilidad del girasol y la sabiduría de los remos. Silueta pájaro de brumas que saluda al horizonte sin preguntarle de dónde viene o adónde va. Silueta de nubes embarcada con el sol a sus espaldas para mecerse en el trapecio de la mirada. Se necesitan unos remos que miren cosas que no se miran con frecuencia. La luz hará de las suyas pegada sobre papeles.
He ahí la profundidad en persona vuelta concierto de las córneas. Esta profundidad existe por demostración, la imagen racional queda impregnada de hondura tan sólo para mostrarnos su poder de fantasía vigorosa contenida en el influjo orillero de una vida oblicua preñada de espejos destripados. Como en los sueños. 
Lo sabe el agua, se llame como se llame, en la mirada que es paraje transitorio siempre. Agua teñida de tormentas que se ubican etimológicamente a la deriva del participio activo. Nada significa volver atrás en un líquido que se toma sus propias apariencias de luz. Esta afirmación lleva a postular que la profundidad sabe flotar sobre las montañas sin difuminarse en la córnea, sabe que no desaparece sino que cambia su mundo y se vuelve agua aérea. El reflejo de lo propio. 
En pos de su pertinencia el ojo cuenta con los reflejos y los brillos para cincelar las matrices de toda profundidad entramada de espejos en situación de búsqueda. El entorno no es un objetivo secundario de "encrucijada" óptica sino espacio para el extrañamiento de la mirada en escorzo de su ser propio. He ahí la luz que está tranquila y concentrada como pátina náutica. La luz surge del ámbito de lo instantáneo y va al encuentro con una corriente de expectativas fluviales en el remanso de las formas. El viento va temblando de atardecer con un reloj que silva puntual su minuto presente. En la parte última el lago se hace transacción con el pensamiento no para halagarlo con piruetas de obsidianas, de esas que ciegan. La luz cabe en un parpadeo como insecto pequeño que inyecta orden en la maraña de lo invisible. Tic tac. Suenan los remos.
Queda clara la profundidad con el argumento de las cumbres. Todo lo profundo muta, transitorio, en su contrario al mismo tiempo que rehúye las obsecuencias de las sombras. Los pensamientos navegan sus profundidades hasta las últimas consecuencias. ¿Para qué, si no, llegar tan lejos? ¿Para qué ir a la inconformidad del arco iris si no para emprender un viaje por las sendas líquidas de los símbolos? 
El agua custodia una silueta pájaro que da santo y seña de sus profundidades. De todas. El agua corta con su filo vítreo la aureola de una fotografía poeta.  Eso salta a la vista gracias a un sol que llueve su leche atomizada en las naguas de la bruma. El agua espuma nubes cocidas al ojal de la mirada mientras el tiempo se hace el remolón en su hamaca de horizonte. Algo anuncia una lucha con la luna. Hay enjambres de espacio vacíos que se precipitan al ojo para poner los puntos sobre las íes. La nada se fue de vacaciones, se fortifica la anulación del vacío.  El agua, no obstante, es una especie de sangre que mana de los puntos cardinales navegantes... a golpes de remos cronógrafos.  

Mirada de Fernando Buen Abad Domínguez (filósofo y escritor) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.


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