sábado, 30 de mayo de 2009

2/52 - José Luis Díaz


Los fuegos ocultos
La primera mirada revela una masa gris en tres planos. El más alto es de cielo, el del medio y el más vasto de tierra, el más bajo es de agua. Entre ellos hay algo invisible pero patente como un efluvio de tenue neblina: es el aire. ¿Falta el cuarto elemento? No, no falta ninguno, pues en la vastedad de los elementos y al amparo de la montaña un contorno definitivo define a un sujeto remando en una pequeña barca. Como esta línea y el tiempo en la gráfica, el hombre se desplaza del pasado al futuro en un instante preciso, en un aquí y ahora que la foto preserva como un ahí y entonces. Pero el presente se impone con fuerza: allí va alguien; es decir, allí brilla un impulso, un deseo, una conciencia viva: un fuego. Descubro estos hechos por observación, pero los datos no agotan la experiencia, sino que encienden otra hoguera y la imagen desgrana un abanico de ecos y símbolos. La figura proyecta una serenidad sólo aparente, pues la tensión entre la naturaleza y el ser humano se manifiesta y se acrecienta. Distingo entonces los tres mundos: los elementos naturales, la conciencia humana, el artilugio de la canoa. Aquí la crónica de la foto se repliega y se enreda en una nueva flama pues me revela otro artefacto y otra conciencia: la cámara y el fotógrafo. Ante la imagen no sólo están mis ojos y mi experiencia, pues detrás hay otros ojos y otra conciencia, los de un compositor y un poeta; aún más: el fotógrafo es un pintor que dibuja un cuadro con la paleta del mundo. Es así que el recuadro despliega primero el espacio abierto y compacto de los cuatro elementos y luego realza al menos aparente, al fuego, como un roce de tres ocasiones afanosas: un remero trabaja, un fotógrafo pinta, un espectador anota.

Mirada de José Luis Díaz (médico, escritor) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

jueves, 28 de mayo de 2009

aforismo

El fotógrafo es un editorialista de la realidad.

martes, 26 de mayo de 2009

1/52 - Óscar de la Borbolla


La foto es reciente y es probable que el personaje siga cruzando la quietud del lago todavía. No creo que se supieran retratado: el tamaño de la montaña me invita a pensar que la distancia desde la que se situó el fotógrafo lo volvió invisible. Él posó sin saberlo y sin saberlo quedó en la foto. Es tan pequeño que no puedo descubrir a qué se dedica; pero algo me dice que sea lo que fuere su papel en el mundo, pescador o Noé tardío, nunca contribuirá a nada que supere en belleza a esta fotografía.
No sé cuál sea el sentido de la vida. Pero viendo esta foto –viéndola llegar al futuro, allá cuando del personaje que en ella aparece no quede nada más que precisamente esta foto, reproducida de seguro en un libro, vagando por Internet o sirviendo de portada a una computadora– se me ocurre que el sentido de esa persona que nació, creció y murió no fue otro que estar ese día atravesando el lago para que el fotógrafo lograra esa espléndida composición. El modelo no lo supo y tal vez el fotógrafo tampoco. Tal vez, también éste vino al mundo sólo para disparar su cámara ese día. ¿Y yo?, ¿habré venido sólo para escribir estas palabras acerca de esta fotografía? Si así fuera, la vida habría tenido al menos un sentido. No lo sé. Vuelvo a mirar la foto y el personaje que va en la balsa me parece más brumoso, más etéreo. Y lo mismo me ocurre al releer este texto: tampoco logré decir exactamente lo que quería…

Mirada de Óscar de la Borbolla (filósofo, escritor) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

domingo, 24 de mayo de 2009

fotografía 2

El mar en los ojos
Mazatlán, México / 2000
El estruendo de cientos de pájaros anuncia la caída de la tarde. La plaza, una plaza como tantas otras, se presta para una representación más de la vida cotidiana. La ciudad se concentra en torno a su kiosco, a su sombra en busca de un poco de respiro. De todos los rincones acuden sus habitantes y se miran y se lucen; juego de miradas que trazan líneas y dejar ver complicidades en las relaciones ocultas y en las que no lo son. Los niños sólo corren, juegan y ríen ajenos hasta del calor que se desploma, todo, aquí mismo.
Helados de todos colores a la vista y muchos más sabores multiplicados por la evocación individual de cada uno de los niños que los miran. Estrategias de conquista se elaboran, complicados planes para el asedio son ejecutados con el único fin de apoderarse de un barquillo coronado por una bola de nieve.
Una vez logrado su objetivo cada una de las miradas se congelan en el punto de congelación de sus anhelos. Plano focal inmediato que, sin embargo, pierde a la vista en un punto más allá del infinito de la imaginación. Uno de ellos, el niño más entusiasta de su premio, abre su boca y la acerca con cautela a todas sus ilusiones pero la lengua, ansiosa, lo traiciona y toda una bola de nieve cae al piso. En un fragmento de segundo mi mirada se ahoga en el triste mar humedecido en que se convierten sus ojos.

jueves, 21 de mayo de 2009

aforismo

Cada fotografía es un pleonasmo porque es mirar la mirada.

miércoles, 20 de mayo de 2009

fotografía 1

Champagne en el Metro
París, Francia / 1989
No es una hora pico en el metro de París, hay espacio suficiente para que la mirada se deslice tranquilamente, tomándose el tiempo en cada pausa. Un ritmo invisible apenas caótico, casi ordenado determina el fluir de personajes y la atención, independiente, se posa sobre algunos. Naturalmente se desarrolla una obra en tres actos o en tres estaciones.
Un inmigrante latinoamericano entra en escena, un niño en brazos para validar su reclamo; algunas monedas, las que lleguen, para amortiguar el hambre, para darle fuerza a los pasos en busca de otra vida, para alimentar el sueño cualquiera que éste sea. Una mirada, quizá ninguna se merece, es algo demasiado visto ya y la caridad se le ofrece en la misma proporción.
Es el turno de un ciudadano francés quien entiende bien de códigos y señales imperceptibles para los ajenos a esta realidad. No necesita un niño para atraer la compasión, para ello le basta un perro bien alimentado. El estímulo es irresistible y la ventaja de comunicarse en un mismo lenguaje llena sus manos de dineros.
Un tercer personaje sin identidad abre y cierra el tercer acto. Acompañado tan sólo por una botella de champagne peligrosamente vacía y todo el polvo de París encima. Afina su voz y pregona su intención de seguir bebiendo para lo cual reclama la comprensión de los presentes porque, si de beber se trata, no hay mejor manera de hacerlo que abandonarse al ir y venir de las burbujas. Un fragmento de segundo detiene la obra y mi última moneda de diez francos, sólo esa, brilla por contraste en la mano opaca del vagabundo. Se cierra el telón.