lunes, 23 de octubre de 2017

34/52 - Myriam Moscona


La tierra, el hombre y el cielo.

Por alguna razón que no me queda clara, al abrir esta imagen en la computadora se despliega en la pantalla sólo su parte superior: la montaña, una geometría imperfecta, inmensa e inquietante en tonos blancos, grises y negros. La forma achatada de la cumbre me hace pensar en un volcán. En un principio no descubro la barca: acaso el elemento más lírico de esta obra. Conforme el ojo desciende la luz se aclara. Tuve, como en esas casas de Barragán, planeadas para no descubrir de un solo golpe el espacio, una revelación inesperada cuando bajé el cursor. La fotografía se abrió ante mis ojos en esos dos momentos contrastantes entre el arriba y el abajo.
El hombre solitario rema en una panga dirigido hacia la derecha de la composición. La inmensidad flota hacia arriba. Si trazáramos una línea recta de la cabeza del navegante con sombrero veríamos que no se encuentra en el centro respecto de la gran montaña, aunque de pronto lo parezca. Eso dota a la imagen de un equilibrio que los fotógrafos llaman, por su disposición compositiva, la ley de los tercios. 
Al fondo, una línea de luz recorre el cuadro. Es la orilla de esas aguas en tenue movimiento. La orilla puede ser el estero o la playa y, a la derecha, se adivina, apenas visible, una vegetación en miniatura comparada con la inmensidad. Como en el Ikebana  -el arte japonés del arreglo floral- se mantiene un equilibrio entre la tierra, el hombre y el cielo sostenido por el agua.
El barquero no está quieto y, sin embargo, entre remo y remo, el hombre dialoga con el entorno de silencio y majestuosidad que lo envuelve atrás y adelante, arriba y abajo. Fascina la intemporalidad de la imagen que nos habla, más allá de la belleza del paisaje, de la condición del ser y su posición frente a lo inmenso. La descarga visual y hasta auditiva golpea nuestras emociones. La presencia de lo divino, aún para el más ateo, está aquí en este instante modesto y único, simple y grandioso, visible en los tres planos del Ikebana que esta imagen despliega y metaforiza sin retórica alguna. La imagen con todo el color expresivo del blanco y negro, y que el fotógrafo maneja como un maestro, se despliega a través de la mirada de Pedro Tzontemoc como  esas flores inclinadas del arte japonés que, al mirarlas, siembran en el espectador un estado, también flotante, de pertenencia y comunión.

Mirada de Myriam Moscona (poeta) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

33/52 - Ana Clavel


Un hombre rema rompiendo la claridad increada. Es una herida de sombra en el paisaje. Arriba y abajo los extremos; en medio la niebla informe como el deseo. La belleza actúa sin perdonar la mirada.

Mirada de Ana Clavel (escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

32/52 - Laura Corkovic


El arte de vivir con la naturaleza

El hombre, que nunca será más que un pequeño individuo del universo navegando vigorosamente en busca de una vida mejor, aún domina el arte de vivir con la naturaleza. 
No obstante, en un mundo saturado del materialismo excesivo, requiere de imágenes como ésta que crea un momento de serenidad meditativa para la conciencia en sus observadores.
Viajar por lugares remotos y conocer a gente que hoy en día sigue ejerciendo dicho arte nos hace entender que todavía sabemos escuchar a nuestro entorno. Y que además lo requerimos para sobrevivir. Lo que frecuentemente se nos olvida es aplicarlo antes de destruir el medio ambiente y, por consecuencia, a nosotros mismos. Nunca sobra repetirnos este fallo humano frente a la naturaleza.

Mirada de Laura Corkovic sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

31/52 - Nirvana Paz


De lo frágil

Todo parecía romperse, tal vez era esa neblina que le daba un aura de transitoriedad, de perecedero. Nunca el horizonte se partió tanto, nunca ante sus ojos la tierra estaba tan dividida. Sintió su mirada anfibia, su tacto seco ante tanta humedad. El gran todo, la gran nada. ¿El gran qué? - dijo en voz alta - y se asusto al escucharse, apenada de romper el silencio de ese lugar.
El tiempo cada vez pasa más rápido, esto se lo repitió una y otra vez, cerrando los ojos, para guardar esa visión. ¿Dónde? ¿Dentro? ¿En la retina? ¿En el alma? ¿Tengo alma? Sonrió.
El tiempo pasa cada vez más rápido. Cuando abrió los ojos esa montaña seguía ahí, ese hombre seguía ahí, la neblina seguía ahí. Y lloró.

Mirada de Nirvana Paz (fotógrafa) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

30/52 - Fernando Buen Abad Domínguez


Manecillas de remo 

Traza la línea líquida de la mirada sus tatuajes de reflejos sobre la pupila mientras una silueta mansa se bebe la sensibilidad del girasol y la sabiduría de los remos. Silueta pájaro de brumas que saluda al horizonte sin preguntarle de dónde viene o adónde va. Silueta de nubes embarcada con el sol a sus espaldas para mecerse en el trapecio de la mirada. Se necesitan unos remos que miren cosas que no se miran con frecuencia. La luz hará de las suyas pegada sobre papeles.
He ahí la profundidad en persona vuelta concierto de las córneas. Esta profundidad existe por demostración, la imagen racional queda impregnada de hondura tan sólo para mostrarnos su poder de fantasía vigorosa contenida en el influjo orillero de una vida oblicua preñada de espejos destripados. Como en los sueños. 
Lo sabe el agua, se llame como se llame, en la mirada que es paraje transitorio siempre. Agua teñida de tormentas que se ubican etimológicamente a la deriva del participio activo. Nada significa volver atrás en un líquido que se toma sus propias apariencias de luz. Esta afirmación lleva a postular que la profundidad sabe flotar sobre las montañas sin difuminarse en la córnea, sabe que no desaparece sino que cambia su mundo y se vuelve agua aérea. El reflejo de lo propio. 
En pos de su pertinencia el ojo cuenta con los reflejos y los brillos para cincelar las matrices de toda profundidad entramada de espejos en situación de búsqueda. El entorno no es un objetivo secundario de "encrucijada" óptica sino espacio para el extrañamiento de la mirada en escorzo de su ser propio. He ahí la luz que está tranquila y concentrada como pátina náutica. La luz surge del ámbito de lo instantáneo y va al encuentro con una corriente de expectativas fluviales en el remanso de las formas. El viento va temblando de atardecer con un reloj que silva puntual su minuto presente. En la parte última el lago se hace transacción con el pensamiento no para halagarlo con piruetas de obsidianas, de esas que ciegan. La luz cabe en un parpadeo como insecto pequeño que inyecta orden en la maraña de lo invisible. Tic tac. Suenan los remos.
Queda clara la profundidad con el argumento de las cumbres. Todo lo profundo muta, transitorio, en su contrario al mismo tiempo que rehúye las obsecuencias de las sombras. Los pensamientos navegan sus profundidades hasta las últimas consecuencias. ¿Para qué, si no, llegar tan lejos? ¿Para qué ir a la inconformidad del arco iris si no para emprender un viaje por las sendas líquidas de los símbolos? 
El agua custodia una silueta pájaro que da santo y seña de sus profundidades. De todas. El agua corta con su filo vítreo la aureola de una fotografía poeta.  Eso salta a la vista gracias a un sol que llueve su leche atomizada en las naguas de la bruma. El agua espuma nubes cocidas al ojal de la mirada mientras el tiempo se hace el remolón en su hamaca de horizonte. Algo anuncia una lucha con la luna. Hay enjambres de espacio vacíos que se precipitan al ojo para poner los puntos sobre las íes. La nada se fue de vacaciones, se fortifica la anulación del vacío.  El agua, no obstante, es una especie de sangre que mana de los puntos cardinales navegantes... a golpes de remos cronógrafos.  

Mirada de Fernando Buen Abad Domínguez (filósofo y escritor) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.


domingo, 22 de octubre de 2017

29/52 - María Luisa Passarge


Dos emociones golpean mi corazón y mi mente:

Uno. Inmensidad. Paz. Silencio. Belleza insondable.

Dos. Pedro y la montaña-enfermedad. Pedro navega lleno de serenidad y fortaleza ante la omnipresente realidad.

Mirada de María Luisa Passarge (editora y escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

sábado, 21 de octubre de 2017

28/52 - Elizabeth Ferrer


Gazing at the silvery, nearly ethereal surfaces that define sky, land, and water in this photograph, we are offered a kind of stage set, a space for the contemplation of ourselves and our place in nature.  Pedro Tzontemoc’s austere composition centers on a dark silhouette, a lone figure in a canoe set in a still expanse of water against the monumental backdrop of a volcanic mountain; its immensity is a reminder that the earth is unfathomably grander than any individual being, more enduring than the time span of our own lives.  This image conveys a profound stillness, the desire to inhabit only this moment.  And yet, as nature becomes increasingly remote from our daily experience,* perhaps the encounter with nature expressed here becomes yet another culturally conditioned experience, fraught with its own expectations, nostalgia, fears, and desire.  In an era of relentless image saturation, does a photograph such as this provoke awe, or do we perceive it as a mediated experience, a form of replay? 

Ultimately, Tzontemoc’s photograph is an expansive mirror; the moment he has captured is now ours.  Whether we view it as real or fictive, a conjuring of past or present, this vision becomes our world to ponder, to make of it what we will.  

* 51% of the world’s population lives in urban centers; in Mexico, the statistic is nearing 80%.

Mirada de Elizabeth Ferrer sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

27/52 - Nuria Gómez Benet


Duelo Bruma

Paletadas de agua
los latidos de su esposa,
el muerto rema sin descanso.

La espesa bruma del duelo los separa.
Retumba cielo afuera,
seno adentro,
el solitario y par sonido,

Y es la leche que ella ofrece a su recién nacido
un hilillo de ese vaho que lo sacia.
Es un misterio.

El muerto flota en su canoa muda
sin que ella sepa de su anhelo por ganar la orilla.
El lago eterno donde él boga suspendido
es el mismo,
nebuloso,
blanco,
donde la madre ausente se abandona
para ahogar su pena.

Mirada de Nuria Gómez Benet (escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

26/52 - Rogelio Cuellar


El cielo se abre y guarece.

Mirada de Rogelio Cuellar (fotógrafo) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

viernes, 20 de octubre de 2017

25/52 - Hugo André


Entre lac et volcan

Je navigue depuis longtemps, depuis toujours.
Sur l’eau se réfléchissent les montagnes alentour,
mon visage de rustre, mon cœur hydrophile.
La réalité tient à ce filet où j’attrape les éléments de ma routine,
à ces deux rames qui ressemblent aux ailes d’un papillon
égaré sur le flot, et à cette embarcation qui me protège,
comme une extension de moi-même,
des tourbillons du fond et des leurres en surface.
Je navigue depuis longtemps, depuis toujours..
J’ai quitté l’embarcadère depuis des lustres,
et entre deux sentinelles stellaires,
l’aube me ramène vers mon point de départ,
où un croissant de Lune habille ma silhouette.
Et dans la barque s’accumulent les reliefs des ténèbres,
les clartés de la veille et cette ombre qui s’étire et que j’enfile
comme un vêtement pour affronter la journée,
entre ma réflexion et les songes qui fuient,
entre un volcan puissant et un lac à poissons,
entre force du feu et fermeté du flot.

Mirada de Hugo André (poeta músico y médico) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

24/52 - Vera Milarka


A la sombra de Caronte

El Ser se ve en un espejo horizontal, en el centro mismo de la tristeza donde reposa tu barca, en ese recorte de luz que sobresale tranquilo entre la bruma ósea
el agua es una sólida ensoñación de niebla y melancolía transparente.

Es un viaje flotando a la sombra de Caronte,
vaivén mítico, borrasca existencial donde el Ser no trae consigo un óbolo.
El alma cuelga del hilo frágil de un suspiro que mantiene a flote su imagen:
la del navegante de marfil cuya herida no sangra.

Oración de luz en el horizonte,
el Ser se desnuda ante la Nada
Sólo él y ella están allí para entenderse,
soliloquio sin tregua, sin límite de tiempo, sin omisión posible.

El Ser se pregunta si la muerte se ha adelantado o
si, por el contrario, este viaje detenido en la superficie del silencio
es la puerta de la vida que ha empezado a cobrar dimensiones trascendentes.

La densidad visual de esta conversión filosófica es sólo eso: la concentración de un momento donde la realidad es agua evaporada.

El Ser ya no lucha lidiando contra el mal,
se sumerge, dentro de sí, donde yace la marea alta.
El choque de las ideas contra los arrecifes emocionales del inconsciente
provocan la turbulencia de un dolor etérico indescriptible.

Sólo el ojo de Dios capta con su lente la sensación omnipresente y curva de este encuentro donde el hombre interrumpe su llanto famélico y ancestral, a cambio de un instante de comprensión sobre lo vivido; sobre el sentimiento oculto de los seres y las cosas, sobre los misterios de la geometría divina y humana que encuentra sus ejes y sus vértices en hoyos negros; en catedrales con puertas de arcoiris irisdiscentes, es la toma clandestina de un eco de lucidez perdido, tiempo atrás, en un atardecer nebuloso.

El alma respira lento y sin hacer ruido
invoca una primitiva petición a los elementos del mundo,
le reza al agua, al fuego, a la tierra y al aire.
Nada de muertito, flota en la superficie de un enigma que sólo se entiende en el sistema de rarezas del universo.
El Ser descubre en esa ensoñación de niebla que después de él: Nada.
Imagina que después de él : todo

El Ser está suspendido en la luz que irradia una pintura antigua y oriental que semeja una fotografía moderna y occidental o viceversa, inversamente proporcional.
Su Nada es una conversación reposada con lo insondable.
La Nada vive más al fondo que nuestro deseo, en el revés de nuestra piel, en la escarcha dura y cruel de una cicatriz.

Y entre los esponsales del Ser y la Nada, se abre un abismo que se hace preguntas con respuestas multiplicadas.
Cuando el Ser se acerca al núcleo interno y cree haber descubierto “algo”, está lo suficientemente solo como para no poder compartir esa respuesta --cristalina y única-- que le ha devuelto a la vida como a un náufrago, tras largos momentos de agonía bajo el agua densa y poderosa de la Nada que lo ahogaba.

El Ser resucita obligado por sus propias células a resurgir, de ese momento anterior a la muerte que es la Nada, y a partir de ese destello de luz, el arte es plegaria y milagro al mismo tiempo.
Se reinicia la oración inacabada que deletrea nuevos lenguajes transversales.

Mirada de Vera Milarka (periodista y escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

23/52 - Tatiana Zugazagoitia


Coloso de Tierra. Imponente. Tu grandeza impide la vista del horizonte. Llama a la quietud y al silencio. El aire se inmoviliza a tu alrededor como un manto que intenta cubrirte a la vista de los intrusos, dejando al descubierto tu cima infranqueable. El agua, espejo en concordancia con el cielo, reposa a tus pies. Nada parece moverse. Nada altera tu meditación.

Y ahí a tus pies, diminuto frente a ti, en un deslizamiento reverberante, con un movimiento tan sutil como el murmullo del aleteo de la libélula, así, sin perturbar el silencio que te rodea, irrumpe el hombre con su fuego interno en su remar.

Mirada de Tatiana Zugazagoitia (bailarina) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

22/52 - Orlando González Esteva


El hombre que empuña un remo

El hombre que empuña un remo
empuña un rifle. La niebla
--que una vez estuvo dentro
de sí mismo-- lo rodea.

No se atreve a disparar:
ignora si la silueta
que vislumbra es un volcán
que adormilado lo sueña 

o la carpa de algún circo
fantasma de cuyas fieras
sólo sobrevive, intacto,
el silencio que bosteza.

La barca como un escualo
con las fauces entreabiertas
--la proa y su doble, náufrago--
tizna el agua que platea.

El hombre que empuña un rifle
empuña un remo. Navega
el relato impredecible 
del tiempo, cámara lenta.

Mirada de Orlando González Esteva (escritor) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

jueves, 19 de octubre de 2017

21/52 - Pilar Cordero


Si volviese yo a nacer, sería aquella imponente montaña, como un gran padre que vigila. ¡No! Mejor el lago quieto, matriz que sostiene la vida. El viento silencioso, o ¿aliento? Tal vez me gustaría la soledad de mi propia compañía. Negros, blancos, grises sin estridencias. Diría no a la distracción.

El caso es que actualmente solo soy aquella que observa, el ojo que ve y luego siente y es que sentir, es saber que no estoy muerta. Escucho el latir de la montaña, la quietud del lago, la brillantez del silencio e intuyo al viento que lleva a esa soledad a la otra orilla y, se alegra.

Siento...

Mirada de Pilar Cordero sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

miércoles, 18 de octubre de 2017

20/52 - Ana García Bergua


El barquero y el gigante 

Un pescador cruzaba todos los días el lago ante la presencia impasible del gigante, buscando pesca para vender, pues su familia era muy pobre. El hombre pensaba que el gigante se podía despertar, por lo que procuraba arrullarlo con el ritmo de sus remos e incluso de vez en cuando murmuraba canciones que, pensaba, le provocaban más sueño. Un día su mujer, viéndolo muy preocupado, le dijo que, si después de todo ese tiempo de cruzar el lago sin otro riesgo que el de a veces no encontrar pesca, el gigante no se había despertado, si ningún movimiento había levantado las olas jamás, éste no debía estar dormido sino muerto, por lo que ni él, ni ella, ni sus hijos debían preocuparse y mucho menos temerle. Así, un buen día decidieron trasladar su triste casita en una explanada polvosa a la cadera del gigante, cubierta con un vello vegetal espeso y pródigo de semillas y frutos. El pescador siguió cruzando todos los días el lago para lanzar su red y trasladar la cosecha de frutas de su señora al mercado e incluso en ocasiones conducía a algún pasajero a la otra orilla, cuando era necesario. Sentía que el gigante, aunque estaba muerto, lo acompañaba de una manera que él mismo no se podía explicar y hubiera jurado que en algunas madrugadas, cuando la niebla estaba tan espesa que le costaba trabajo orientarse, una mano invisible le trazaba caminos falsos o le soplaba al oído canciones de viento que lo confundían. Quizá no estaba tan muerto, pensaba el pescador. Un día creyó entender que la niebla y el viento le hablaban de una casa y pensó que le avisaban de un peligro. Entonces le insistió a su mujer en que se fueran de nuevo a vivir al pueblo. Aquí tenemos lo que necesitamos, le dijo la mujer. Pero él volvió a verse invadido de sus viejas preocupaciones y, nomás por contentarlo, accedió. El pescador siguió cruzando el lago todos los días para lograr su pesca, hasta que un día la niebla se hizo muy espesa y el pescador dejo de ver, de escuchar y de sentir. Lo enterraron en la montaña, que se volvió su casa, y allá adentro de la tierra pudo hablar por fin con el gigante. El gigante era pequeño y vivía en el fondo de la montaña. No estás muerto, le dijo el hombre vestido con su sudario. Ni tú tampoco, le respondió la montaña, nomás tenemos tanto frío que no nos podemos mover. Y desde entonces yacen juntos el gigante y el pescador, y la mujer es la que ahora cruza el lago. 

Mirada de Ana García Bergua (escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

19/52 - María Luisa López


Instantánea permanente

El lugar preciso donde la calma se arremolina.
La cumbre donde la luz de la noche se parece tanto al día.
El punto exacto donde se desborda el sollozo, la impotencia, la pasión…  la dicha.
La mirada desorbitada que navega en solitario después del naufragio.
Y el polvo de memoria que casi todos han olvidado.
El recuerdo finito del que no se puede escapar…
El rojo abrazado a la bruma de invencibles cómplices: negro, gris, blanco.
Es sólo eso: todo lo que perdemos, porque todo se queda.

Mirada de María Luisa López (periodista y escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.


18/52 - Francelia García


Le vi exhalar placer y vida

¿Acaso no sabe usted las tormentas que soy capaz de soportar? –le dije–, mientras sumergía despacio mi dedo, haciendo pequeños círculos como jugando con el agua: corriente que fingía pasividad y calma. Seguí el camino que ella misma descubría para mí. Cada latido suyo, cada respiración a un ritmo me permitía adentrarme poco a poco hacia ese territorio fino y terso, aunque peligroso. De ello pude dar fe en el trayecto; un reguero de cadáveres de todos aquellos que, en su intento incauto de plantar bandera, cayeron abatidos cual caudillos que han perdido su arma. Alguien debió advertirles: sólo bastaba escucharla, sobre todo, cuando callaba.
Esa noche fue ella un caudal exquisito, una corriente de agua que mordía y, al final, una brisa serena. 
Me vestí. Tomé mis artilugios y me despedí con un beso en la frente. De sus labios alcancé a escuchar unas palabras que me perseguirían hasta el día de hoy: “¿qué sería de mis apacibles aguas si no estuviese usted para provocar su furia?...”

Mirada de Francelia García (escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.


martes, 17 de octubre de 2017

17/52 - Angélica Abelleyra


Humo

Todas las apariencias tienen la naturaleza de las nubes
John Berger

A la manera de Josef Koudelka, Pedro Tzontémoc encuentra una belleza indómita en el paisaje herido.  Como él. Como algunas de sus imágenes. Como éste paisaje colmado de silencio y niebla que de tan bello, duele. Que llama a entrecerrar los ojos y punza ante la diminuta presencia humana y la otra geológica, magnánima; abarcadora entre cielo y río, del pico montañoso a las temblorosas ondas que nos mecen. Barca y humano en esa naturaleza de las nubes que dura apenas el instante. Vaho. Humo. 

Mirada de Angélica Abelleyra (periodista cultural especializada en artes visuales) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

lunes, 16 de octubre de 2017

16/52 - Celia Gómez Ramos


Bruma

Las palabras ruedan solitarias en la quietud, mientras su eco avecina misterio, posibilidades, inmensidad. Los recuerdos en sucesión imparable: estremecen, acuden al encuentro, convocan fragilidad…
Con tal magnificencia de la naturaleza, aun siendo parte insignificante, valiente parece desde fuera, el ser humano en ella. Sabedor de su pequeñez, aquel que observa.
La madre tierra no escucha anhelos ni es generosa; es brío, soberanía, vértigo y pasión, es extremo; es tan caprichosa, que todo lo pacifica y al instante siguiente, requerimos la templanza para lo que venga. Son esos contrastes que nos transportan de la saciedad inmediata, al caos; de la calma, a la angustia; del silencio, al grito; de la vida, a la desaparición mundana. ¿Será satisfactoria la muerte? ¿A dónde pertenecemos? ¿Nos sentimos parte, integrados, unidad? O nos sabemos extraños a lo edificado, amplificaciones de nosotros mismos que han venido mutilándonos. 
Somos ajenos a nosotros: magma, residuo. Somos memoria, personal y colectiva. Rituales… Ancestros… Pausa… ¿Es posible lo estático? ¿Es ardid? ¿Es arte? ¿Es éxtasis?
Ver no es lo mismo que mirar, que contemplar, y los distintos modos de contemplar fabulan, interpretan quizá; lo que no siempre es comprender que en una imagen se puede estar a punto de saltar a la eternidad o naufragar en la tierra misma. Siempre que parece existir calma, un territorio convulso de tensión de la cuerda se cimienta…
Mayor es el vacío, acaso. No vemos lo que es, sino lo que creemos.
El preámbulo de las leyes del universo rotas, la tragedia una y otra vez, donde no hay reparación posible. El ciclo que no lo es más. Ese latido que se expande y pierde en el espacio ignoto… Esa onda expansiva que en algún punto se acaba. ¿Nos alcanzará? Aúlla.
La fuerza de las palabras transforma la naturaleza de lo existente. El poder de ese instante perpetuado, ígneo, que aquí está.
Devoción.

Mirada de Celia Gómez Ramos (escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.


15/52 - Gabriela Pérez


¿Existe acaso una imagen carente de la dependencia de figura? que no cuente una historia, no rememore un mito, donde cada sueño nace alimentado por pensamientos, donde cada punto, cada trazo, blanco o negro dan luz y respiro a la existencia?

Es con un aleluya que gime mi alarido de felicidad, de miedo, de concupiscencia y de giro. Me alimento de tu sangre. Hundida en tus fluidos, me entrego. Quiero aprehender la dimensión del silencio, asfixiarme en mi “es”, fundirme en mi respiro. Poseer los átomos del tiempo, sopesar lo presente en lo prohibido, arraigarme en el acto del amor, captar tu yo en crisálida. ¿Lo sientes? ¿me adivinas? ¿Percibes que en ese justo instante tú y yo damos a luz a un nosotros?

No te he dicho cómo escucho. Vibran mis manos, se me comprime el vientre. Tiemblo antes de la primer vocal de la música. Te engaño fingiendo que hablo, te distraigo para que no notes que bailo, que te escondo en palabras a cada instante, a cada recuerdo. Invento significados en cada letra, en cada sílaba. Campesina, aro la página frente a mí. Me siento impotente porque no puedo crear con letras los colores que soy, las luces que tengo; transformo en rastrillos tus manos, las sujeto y después de un masaje tenso tus dedos. Los encorvo, los moldeo.  Junto con ellos en un rincón de mi cuerpo la paja que crece en mi pecho; es difícil porque a diferencia mía no está húmeda, es paja seca. Partimos con la mirada los limones, las piñas y las naranjas que reposan en el frutero. Ni aún bañadas con el zumo de la fruta podemos comer una palabra. Se mueven, me explicas, están vivas, no son un objeto.

Escribo porque deseo hablar profundamente. Porque cuando soy tú y al mismo te preguntas qué es ser yo, pierdo en ese instante el miedo a navegar sin la guardia de la lógica. Me poseen entonces  lo intuitivo, lo vasto, lo nuevo y verdadero. Es un instante de tacto con la energía circundante, con la realidad cuya concomitancia y magia me revuelcan. Amanece ahora, y la aurora es de neblina blanca. No hay vendaval que desordene mis papeles, pero trenzo lianas con la madreselva, te hablo en silencio, te escribo con sangre de escorpión azul, reímos juntos de que a veces quienes nos ven aseguran que uno de los dos no está presente. 

Espero trémula,  quedo adormilada entre tus huestes. Tenemos un ritmo en el que el paroxismo me pasma. Uso la palabra como cebo. Quiero pescarte a ti. No quiero vivir con la limitación de quien vive sólo con lo que tiene sentido. Aprovecho el golpeteo del agua, te tomo en mis brazos. Bailamos con pasos de tango y contoneo de jazz este swing, pululas conmigo este espacio, este intangible ritmo. Sonríes y el sonido de tus pómulos activa el movimiento. Hemos hecho nacer una escena. Nuestro beso es el flash fotográfico. Descanso. Me sumerjo y vivo.

Mirada de Gabriela Pérez (escritora y editora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

sábado, 14 de octubre de 2017

14/52 - Valeria Guzmán



El merme
  
“En soledad convoca lo que oculta”
María Baranda, Atlántica y el rústico 

Dijo hoy dejo a los humanos.
Tomó las palas y las clavó en el agua.       
Ahora sí que saco algo            
de la corriente, de la calma.                          

Se desentendió río abajo.
Cada pueblo que dejaba                       
le avisaba al venidero         
Ahí va el Solo con una bengala.                    

Aterrizado, las aldeanas le daban jícara en brazos
fascinadas de conocer la soledad en un rostro.
Recostado en sus piernas, alucinaba merecerlas;           
veía desde abajo sus pezones,
le parecían los párpados de Dios
en la bóveda nublada de follaje.
Ebrio rezaba, que no regrese el lenguaje
como si hubiese olvidado de veras.

Un receloso lo regresó, de piernas e hinchado de fermento,
a su lancha:                      
que se vaya, que se acuerde
desamarrando en una mano el conjuro
y apurando un cuchillo en la otra.

El Solo amaneció en pleno Iquitos
con palabras apuradas en la boca
y las cuerdas de la garganta rotas.

Mirada de Valeria Guzmán (poeta amiga de los caballos) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.




13/52 - Vicente Guijosa


La distancia 

Se detiene todo, justo como cuando uno deja que lo demás suceda.
El estar ante esta imagen me hace respetar la distancia entre todos los elementos y sólo son tres.
La grandeza de la montaña cobija y limita el horizonte, quisiera que el agua le diera la vuelta, que fuera un volcán solitario en medio del mar, o de un lago. Bruma que separa con otro tono los espacios de la altura.
La distancia exacta de los elementos me dan tranquilidad, el hombre viaja exactamente en medio de la pequeña barca, la barca centrada en la montaña, base de este triángulo que equilibra el todo.
Este espacio entre los elementos me parece esperado con toda la paciencia de quien sabe ver y prever, se analiza el momento de su grandeza y la distancia de las escalas nace.
La principal es precisamente la del fotógrafo ante los objetos naturales todos y hace esta escenografía en calidades de grises que profundiza, tranquiliza y nos da paz.
Paz en la distancia.

Mirada de Vicente Guijosa (fotógrafo) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

12/52 - Josep M Botey


El poder de una fotografía de Pedro Tzontémoc.

Afortunadamente, cada lectura de la llamada realidad no deja de ser una lectura particular que muchas veces para nada responde a esta denostada  realidad. Una suma de personas con diferentes informaciones producen expresiones de una misma situación que pueden llegar a ser antagónicas. Todos sabemos que en pocos  años, y ello no deja de ser casi  una realidad, la realidad virtual será tan exacta, por diseñada, y estará tan presente en nuestras vidas, que se convertirá en claro paradigma de la inconsistencia de la  realidad tal como hoy la apreciamos.

Mis manos se deslizan suavemente por el teclado de mi viejo piano, mientras intento que  la Gymnopédies no 1, de Satie, suene solo a Satie, Para mi no deja de ser una proeza el conseguirlo, pero la melodía y su no tiempo, me seducen de tal manera que mis ojos se apartan displicentes de la partitura abierta de la que a veces me desprendo y recorro con ellos la pequeña habitación donde me sumerjo y habito. Descubrir de nuevo y unir a cada uno de los objetos que me rodean el no tiempo de la melodía, les daba a cada uno expresiones nuevas. Fue en este momento en un ralentí de la melodía, cuando posé mi sentido sobre una bella fotografía de  Pedro Tzontémoc.

Hacia tiempo que me la había regalado. Me gustó al instante, la mandé enmarcar y la colgué en una de las paredes de mi santuario, cerca de un daguerrotipo que también amo
Y recordé la  cita de Einstein , "una persona empieza a vivir cuando es capaz de vivir fuera de sí misma", Me deje flotar y me transporte a las brumas que envolvían el bello volcán que, cómo gran muro final, enlazaba el agua con el cielo infinito, y navegué juntó al remero de la pequeña barca, que en aquel instante cruzaba entre el profundo objetivo de la cámara del lector de aquella realidad y el paisaje, entendido como parte que se dejaba a su vez deslumbrar por el sujeto que lo contempla y analiza.

Mis dedos acabaron la melodía, creo que lo supe pero preferí  ignorarlo y seguir contemplando la pequeña historia de amor que se generó en aquel momento entre el fotógrafo, la montaña, la bruma el cielo y el agua.

Seguramente, el agua se sentía agradecida por la barca que la surcaba; la barca, utilizada por el remero, en espera constante por este nuevo horizonte nunca hallado; la montaña, hierática, mantenía su presidencia de poder ignoto; el cielo seguía siendo inescrutable y el fotógrafo con dudas de la imagen que había captado hasta que no consiguiera ser él, ella misma y yo, desde el silenció contemplé y entendí que existía un dialogo en plena comunión que no podía ser roto.

 Me sentí casi avergonzado de profanar otro santuario. Presentí que pocas veces entendemos lo que otros nos explican, con palabras, gestos, imágenes, movimientos. Comprendí, creo, que existe una posibilidad de comunicación completa entre estos todavía seres humanos y el entorno que los contiene y que ésta, solo se conseguiría en el momento en que supiéramos anular el  nosotros y ellos y aceptar con absoluta humildad la belleza de la creación y mutación constante de nuestra cultura y el enriquecimiento que representa el ser todos.

Mirada de Josep M Botey (arquitecto) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

11/52 - Elisa Díaz Castelo



Captura

Mírame. Te hablo desde el centro.
También fui pescador, mi mano conoció
el áspero tejido de la red,
el costado brillante de los peces,
su fastidiosa muerte. Ahora
a mí me han capturado
en una red de plata, haluro, polvinilo,
obturador, diafragma, disparo sigiloso.
Me ha atrapado un animal de sombra:
la cámara de fotografía.


Mírame.
Rodeado de una luz que se desgrana.
En este mundo tenue
lo único sólido
es mi cuerpo.
No importa.
Ya no estaré mañana:
mi rostro desde ahora
ausente de sí mismo
es una colección de astillas, punto ciego
en el centro de la fotografía.  


La montaña es niebla y de niebla el lago.
Sólo yo soy opaco,
desde ahora
improviso un futuro sin rostro y sin esquinas,
bajo tierra.  


Más allá de mi cuerpo
se reconcilian el agua y la montaña:
todo es gradación, tal vez todo
visto a la distancia
y con tiempo suficiente
es un único estado
(lo sólido es un líquido que se mueve tan lento,
el agua capturada un instante es de piedra)
y sin embargo dura:
alcanza más que yo y sabe
quedarse
quizá porque conoce
su vocación de niebla y luz desbaratada.


Sólo mi cuerpo
queda en entredicho.
Mi rostro
oscurecido por su propósito
con la mirada más allá de la foto.
Soy la sombra y el reflejo de la sombra.
Estoy en el centro
pero habito al margen de la luz.
Parpadea y ya no estuve.
No basta siquiera esta trama de plata.
No soy este que miras. Escucha
mi voz de albúmina, sostenida
y sin embargo
no tengo voz, tampoco.
Me la han echado encima.  


No le haré falta al lago, a la montaña.
Mis manos olvidarán
la muerte resbalosa de los peces,
lo que hay en la otra orilla.
No me echará de menos
el mundo que alumbrado no distingue
el agua de la tierra, la tierra de la luz,
será todo una forma
de mi no estar ahí,
un ojo desprendido que me mira
y parpadea.

Mirada de Elisa Díaz Castelo (poeta) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.