lunes, 23 de octubre de 2017

34/52 - Myriam Moscona


La tierra, el hombre y el cielo.

Por alguna razón que no me queda clara, al abrir esta imagen en la computadora se despliega en la pantalla sólo su parte superior: la montaña, una geometría imperfecta, inmensa e inquietante en tonos blancos, grises y negros. La forma achatada de la cumbre me hace pensar en un volcán. En un principio no descubro la barca: acaso el elemento más lírico de esta obra. Conforme el ojo desciende la luz se aclara. Tuve, como en esas casas de Barragán, planeadas para no descubrir de un solo golpe el espacio, una revelación inesperada cuando bajé el cursor. La fotografía se abrió ante mis ojos en esos dos momentos contrastantes entre el arriba y el abajo.
El hombre solitario rema en una panga dirigido hacia la derecha de la composición. La inmensidad flota hacia arriba. Si trazáramos una línea recta de la cabeza del navegante con sombrero veríamos que no se encuentra en el centro respecto de la gran montaña, aunque de pronto lo parezca. Eso dota a la imagen de un equilibrio que los fotógrafos llaman, por su disposición compositiva, la ley de los tercios. 
Al fondo, una línea de luz recorre el cuadro. Es la orilla de esas aguas en tenue movimiento. La orilla puede ser el estero o la playa y, a la derecha, se adivina, apenas visible, una vegetación en miniatura comparada con la inmensidad. Como en el Ikebana  -el arte japonés del arreglo floral- se mantiene un equilibrio entre la tierra, el hombre y el cielo sostenido por el agua.
El barquero no está quieto y, sin embargo, entre remo y remo, el hombre dialoga con el entorno de silencio y majestuosidad que lo envuelve atrás y adelante, arriba y abajo. Fascina la intemporalidad de la imagen que nos habla, más allá de la belleza del paisaje, de la condición del ser y su posición frente a lo inmenso. La descarga visual y hasta auditiva golpea nuestras emociones. La presencia de lo divino, aún para el más ateo, está aquí en este instante modesto y único, simple y grandioso, visible en los tres planos del Ikebana que esta imagen despliega y metaforiza sin retórica alguna. La imagen con todo el color expresivo del blanco y negro, y que el fotógrafo maneja como un maestro, se despliega a través de la mirada de Pedro Tzontemoc como  esas flores inclinadas del arte japonés que, al mirarlas, siembran en el espectador un estado, también flotante, de pertenencia y comunión.

Mirada de Myriam Moscona (poeta) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

33/52 - Ana Clavel


Un hombre rema rompiendo la claridad increada. Es una herida de sombra en el paisaje. Arriba y abajo los extremos; en medio la niebla informe como el deseo. La belleza actúa sin perdonar la mirada.

Mirada de Ana Clavel (escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

32/52 - Laura Corkovic


El arte de vivir con la naturaleza

El hombre, que nunca será más que un pequeño individuo del universo navegando vigorosamente en busca de una vida mejor, aún domina el arte de vivir con la naturaleza. 
No obstante, en un mundo saturado del materialismo excesivo, requiere de imágenes como ésta que crea un momento de serenidad meditativa para la conciencia en sus observadores.
Viajar por lugares remotos y conocer a gente que hoy en día sigue ejerciendo dicho arte nos hace entender que todavía sabemos escuchar a nuestro entorno. Y que además lo requerimos para sobrevivir. Lo que frecuentemente se nos olvida es aplicarlo antes de destruir el medio ambiente y, por consecuencia, a nosotros mismos. Nunca sobra repetirnos este fallo humano frente a la naturaleza.

Mirada de Laura Corkovic sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

31/52 - Nirvana Paz


De lo frágil

Todo parecía romperse, tal vez era esa neblina que le daba un aura de transitoriedad, de perecedero. Nunca el horizonte se partió tanto, nunca ante sus ojos la tierra estaba tan dividida. Sintió su mirada anfibia, su tacto seco ante tanta humedad. El gran todo, la gran nada. ¿El gran qué? - dijo en voz alta - y se asusto al escucharse, apenada de romper el silencio de ese lugar.
El tiempo cada vez pasa más rápido, esto se lo repitió una y otra vez, cerrando los ojos, para guardar esa visión. ¿Dónde? ¿Dentro? ¿En la retina? ¿En el alma? ¿Tengo alma? Sonrió.
El tiempo pasa cada vez más rápido. Cuando abrió los ojos esa montaña seguía ahí, ese hombre seguía ahí, la neblina seguía ahí. Y lloró.

Mirada de Nirvana Paz (fotógrafa) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

30/52 - Fernando Buen Abad Domínguez


Manecillas de remo 

Traza la línea líquida de la mirada sus tatuajes de reflejos sobre la pupila mientras una silueta mansa se bebe la sensibilidad del girasol y la sabiduría de los remos. Silueta pájaro de brumas que saluda al horizonte sin preguntarle de dónde viene o adónde va. Silueta de nubes embarcada con el sol a sus espaldas para mecerse en el trapecio de la mirada. Se necesitan unos remos que miren cosas que no se miran con frecuencia. La luz hará de las suyas pegada sobre papeles.
He ahí la profundidad en persona vuelta concierto de las córneas. Esta profundidad existe por demostración, la imagen racional queda impregnada de hondura tan sólo para mostrarnos su poder de fantasía vigorosa contenida en el influjo orillero de una vida oblicua preñada de espejos destripados. Como en los sueños. 
Lo sabe el agua, se llame como se llame, en la mirada que es paraje transitorio siempre. Agua teñida de tormentas que se ubican etimológicamente a la deriva del participio activo. Nada significa volver atrás en un líquido que se toma sus propias apariencias de luz. Esta afirmación lleva a postular que la profundidad sabe flotar sobre las montañas sin difuminarse en la córnea, sabe que no desaparece sino que cambia su mundo y se vuelve agua aérea. El reflejo de lo propio. 
En pos de su pertinencia el ojo cuenta con los reflejos y los brillos para cincelar las matrices de toda profundidad entramada de espejos en situación de búsqueda. El entorno no es un objetivo secundario de "encrucijada" óptica sino espacio para el extrañamiento de la mirada en escorzo de su ser propio. He ahí la luz que está tranquila y concentrada como pátina náutica. La luz surge del ámbito de lo instantáneo y va al encuentro con una corriente de expectativas fluviales en el remanso de las formas. El viento va temblando de atardecer con un reloj que silva puntual su minuto presente. En la parte última el lago se hace transacción con el pensamiento no para halagarlo con piruetas de obsidianas, de esas que ciegan. La luz cabe en un parpadeo como insecto pequeño que inyecta orden en la maraña de lo invisible. Tic tac. Suenan los remos.
Queda clara la profundidad con el argumento de las cumbres. Todo lo profundo muta, transitorio, en su contrario al mismo tiempo que rehúye las obsecuencias de las sombras. Los pensamientos navegan sus profundidades hasta las últimas consecuencias. ¿Para qué, si no, llegar tan lejos? ¿Para qué ir a la inconformidad del arco iris si no para emprender un viaje por las sendas líquidas de los símbolos? 
El agua custodia una silueta pájaro que da santo y seña de sus profundidades. De todas. El agua corta con su filo vítreo la aureola de una fotografía poeta.  Eso salta a la vista gracias a un sol que llueve su leche atomizada en las naguas de la bruma. El agua espuma nubes cocidas al ojal de la mirada mientras el tiempo se hace el remolón en su hamaca de horizonte. Algo anuncia una lucha con la luna. Hay enjambres de espacio vacíos que se precipitan al ojo para poner los puntos sobre las íes. La nada se fue de vacaciones, se fortifica la anulación del vacío.  El agua, no obstante, es una especie de sangre que mana de los puntos cardinales navegantes... a golpes de remos cronógrafos.  

Mirada de Fernando Buen Abad Domínguez (filósofo y escritor) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.


domingo, 22 de octubre de 2017

29/52 - María Luisa Passarge


Dos emociones golpean mi corazón y mi mente:

Uno. Inmensidad. Paz. Silencio. Belleza insondable.

Dos. Pedro y la montaña-enfermedad. Pedro navega lleno de serenidad y fortaleza ante la omnipresente realidad.

Mirada de María Luisa Passarge (editora y escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

sábado, 21 de octubre de 2017

28/52 - Elizabeth Ferrer


Gazing at the silvery, nearly ethereal surfaces that define sky, land, and water in this photograph, we are offered a kind of stage set, a space for the contemplation of ourselves and our place in nature.  Pedro Tzontemoc’s austere composition centers on a dark silhouette, a lone figure in a canoe set in a still expanse of water against the monumental backdrop of a volcanic mountain; its immensity is a reminder that the earth is unfathomably grander than any individual being, more enduring than the time span of our own lives.  This image conveys a profound stillness, the desire to inhabit only this moment.  And yet, as nature becomes increasingly remote from our daily experience,* perhaps the encounter with nature expressed here becomes yet another culturally conditioned experience, fraught with its own expectations, nostalgia, fears, and desire.  In an era of relentless image saturation, does a photograph such as this provoke awe, or do we perceive it as a mediated experience, a form of replay? 

Ultimately, Tzontemoc’s photograph is an expansive mirror; the moment he has captured is now ours.  Whether we view it as real or fictive, a conjuring of past or present, this vision becomes our world to ponder, to make of it what we will.  

* 51% of the world’s population lives in urban centers; in Mexico, the statistic is nearing 80%.

Mirada de Elizabeth Ferrer sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

27/52 - Nuria Gómez Benet


Duelo Bruma

Paletadas de agua
los latidos de su esposa,
el muerto rema sin descanso.

La espesa bruma del duelo los separa.
Retumba cielo afuera,
seno adentro,
el solitario y par sonido,

Y es la leche que ella ofrece a su recién nacido
un hilillo de ese vaho que lo sacia.
Es un misterio.

El muerto flota en su canoa muda
sin que ella sepa de su anhelo por ganar la orilla.
El lago eterno donde él boga suspendido
es el mismo,
nebuloso,
blanco,
donde la madre ausente se abandona
para ahogar su pena.

Mirada de Nuria Gómez Benet (escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

26/52 - Rogelio Cuellar


El cielo se abre y guarece.

Mirada de Rogelio Cuellar (fotógrafo) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

viernes, 20 de octubre de 2017

25/52 - Hugo André


Entre lac et volcan

Je navigue depuis longtemps, depuis toujours.
Sur l’eau se réfléchissent les montagnes alentour,
mon visage de rustre, mon cœur hydrophile.
La réalité tient à ce filet où j’attrape les éléments de ma routine,
à ces deux rames qui ressemblent aux ailes d’un papillon
égaré sur le flot, et à cette embarcation qui me protège,
comme une extension de moi-même,
des tourbillons du fond et des leurres en surface.
Je navigue depuis longtemps, depuis toujours..
J’ai quitté l’embarcadère depuis des lustres,
et entre deux sentinelles stellaires,
l’aube me ramène vers mon point de départ,
où un croissant de Lune habille ma silhouette.
Et dans la barque s’accumulent les reliefs des ténèbres,
les clartés de la veille et cette ombre qui s’étire et que j’enfile
comme un vêtement pour affronter la journée,
entre ma réflexion et les songes qui fuient,
entre un volcan puissant et un lac à poissons,
entre force du feu et fermeté du flot.

Mirada de Hugo André (poeta músico y médico) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

24/52 - Vera Milarka


A la sombra de Caronte

El Ser se ve en un espejo horizontal, en el centro mismo de la tristeza donde reposa tu barca, en ese recorte de luz que sobresale tranquilo entre la bruma ósea
el agua es una sólida ensoñación de niebla y melancolía transparente.

Es un viaje flotando a la sombra de Caronte,
vaivén mítico, borrasca existencial donde el Ser no trae consigo un óbolo.
El alma cuelga del hilo frágil de un suspiro que mantiene a flote su imagen:
la del navegante de marfil cuya herida no sangra.

Oración de luz en el horizonte,
el Ser se desnuda ante la Nada
Sólo él y ella están allí para entenderse,
soliloquio sin tregua, sin límite de tiempo, sin omisión posible.

El Ser se pregunta si la muerte se ha adelantado o
si, por el contrario, este viaje detenido en la superficie del silencio
es la puerta de la vida que ha empezado a cobrar dimensiones trascendentes.

La densidad visual de esta conversión filosófica es sólo eso: la concentración de un momento donde la realidad es agua evaporada.

El Ser ya no lucha lidiando contra el mal,
se sumerge, dentro de sí, donde yace la marea alta.
El choque de las ideas contra los arrecifes emocionales del inconsciente
provocan la turbulencia de un dolor etérico indescriptible.

Sólo el ojo de Dios capta con su lente la sensación omnipresente y curva de este encuentro donde el hombre interrumpe su llanto famélico y ancestral, a cambio de un instante de comprensión sobre lo vivido; sobre el sentimiento oculto de los seres y las cosas, sobre los misterios de la geometría divina y humana que encuentra sus ejes y sus vértices en hoyos negros; en catedrales con puertas de arcoiris irisdiscentes, es la toma clandestina de un eco de lucidez perdido, tiempo atrás, en un atardecer nebuloso.

El alma respira lento y sin hacer ruido
invoca una primitiva petición a los elementos del mundo,
le reza al agua, al fuego, a la tierra y al aire.
Nada de muertito, flota en la superficie de un enigma que sólo se entiende en el sistema de rarezas del universo.
El Ser descubre en esa ensoñación de niebla que después de él: Nada.
Imagina que después de él : todo

El Ser está suspendido en la luz que irradia una pintura antigua y oriental que semeja una fotografía moderna y occidental o viceversa, inversamente proporcional.
Su Nada es una conversación reposada con lo insondable.
La Nada vive más al fondo que nuestro deseo, en el revés de nuestra piel, en la escarcha dura y cruel de una cicatriz.

Y entre los esponsales del Ser y la Nada, se abre un abismo que se hace preguntas con respuestas multiplicadas.
Cuando el Ser se acerca al núcleo interno y cree haber descubierto “algo”, está lo suficientemente solo como para no poder compartir esa respuesta --cristalina y única-- que le ha devuelto a la vida como a un náufrago, tras largos momentos de agonía bajo el agua densa y poderosa de la Nada que lo ahogaba.

El Ser resucita obligado por sus propias células a resurgir, de ese momento anterior a la muerte que es la Nada, y a partir de ese destello de luz, el arte es plegaria y milagro al mismo tiempo.
Se reinicia la oración inacabada que deletrea nuevos lenguajes transversales.

Mirada de Vera Milarka (periodista y escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

23/52 - Tatiana Zugazagoitia


Coloso de Tierra. Imponente. Tu grandeza impide la vista del horizonte. Llama a la quietud y al silencio. El aire se inmoviliza a tu alrededor como un manto que intenta cubrirte a la vista de los intrusos, dejando al descubierto tu cima infranqueable. El agua, espejo en concordancia con el cielo, reposa a tus pies. Nada parece moverse. Nada altera tu meditación.

Y ahí a tus pies, diminuto frente a ti, en un deslizamiento reverberante, con un movimiento tan sutil como el murmullo del aleteo de la libélula, así, sin perturbar el silencio que te rodea, irrumpe el hombre con su fuego interno en su remar.

Mirada de Tatiana Zugazagoitia (bailarina) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.