miércoles, 18 de octubre de 2017

20/52 - Ana García Bergua


El barquero y el gigante 

Un pescador cruzaba todos los días el lago ante la presencia impasible del gigante, buscando pesca para vender, pues su familia era muy pobre. El hombre pensaba que el gigante se podía despertar, por lo que procuraba arrullarlo con el ritmo de sus remos e incluso de vez en cuando murmuraba canciones que, pensaba, le provocaban más sueño. Un día su mujer, viéndolo muy preocupado, le dijo que, si después de todo ese tiempo de cruzar el lago sin otro riesgo que el de a veces no encontrar pesca, el gigante no se había despertado, si ningún movimiento había levantado las olas jamás, éste no debía estar dormido sino muerto, por lo que ni él, ni ella, ni sus hijos debían preocuparse y mucho menos temerle. Así, un buen día decidieron trasladar su triste casita en una explanada polvosa a la cadera del gigante, cubierta con un vello vegetal espeso y pródigo de semillas y frutos. El pescador siguió cruzando todos los días el lago para lanzar su red y trasladar la cosecha de frutas de su señora al mercado e incluso en ocasiones conducía a algún pasajero a la otra orilla, cuando era necesario. Sentía que el gigante, aunque estaba muerto, lo acompañaba de una manera que él mismo no se podía explicar y hubiera jurado que en algunas madrugadas, cuando la niebla estaba tan espesa que le costaba trabajo orientarse, una mano invisible le trazaba caminos falsos o le soplaba al oído canciones de viento que lo confundían. Quizá no estaba tan muerto, pensaba el pescador. Un día creyó entender que la niebla y el viento le hablaban de una casa y pensó que le avisaban de un peligro. Entonces le insistió a su mujer en que se fueran de nuevo a vivir al pueblo. Aquí tenemos lo que necesitamos, le dijo la mujer. Pero él volvió a verse invadido de sus viejas preocupaciones y, nomás por contentarlo, accedió. El pescador siguió cruzando el lago todos los días para lograr su pesca, hasta que un día la niebla se hizo muy espesa y el pescador dejo de ver, de escuchar y de sentir. Lo enterraron en la montaña, que se volvió su casa, y allá adentro de la tierra pudo hablar por fin con el gigante. El gigante era pequeño y vivía en el fondo de la montaña. No estás muerto, le dijo el hombre vestido con su sudario. Ni tú tampoco, le respondió la montaña, nomás tenemos tanto frío que no nos podemos mover. Y desde entonces yacen juntos el gigante y el pescador, y la mujer es la que ahora cruza el lago. 

Mirada de Ana García Bergua (escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

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