jueves, 25 de junio de 2009

5/52 - Ana Klein


La fotografía de Pedro Tzontémoc es más que una fotografía, es poesía alquímica, la osadía de robarle un cachito mágico a la eternidad para iluminar el blanco y negro y convertirlo en un poema breve que se le dio por gracia, el poeta navegando solo, fundido en la inmensidad de la naturaleza, kundali lo llaman los hindús o satori.
Estar frente a una escultura de Dios, consiente que estas frente a una escultura de Dios, rodeado de norte a sur, de este a oeste, de arriba debajo, de la obra del gran artista.
Pedro atrapo a la plenitud en un clic iluminado, enromanzado con el universo, fuera del espacio y el tiempo.
En el inmóvil punto del mundo que gira está la danza, escribe Eliot en uno de sus cuartetos. Pedro Tzontémoc secuestra la danza y la eterniza en ese inmóvil punto el mundo que gira.
¿Una fotografía? o un poema dibujado por la mano de Dios.

Mirada de Ana Klein (escritora) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

domingo, 21 de junio de 2009

fotografía 5

Un objeto volador no identificado
Sierra Tarahumara, México / 1992
Una noche sin luna, iluminada de estrellas, cubre el misterio y Erasmo Palma, desconfiado, ha esperado todo la tarde para revelarme su secreto. Desde temprano me preguntó si creía en los ovnis porque había capturado uno de ellos. Días atrás, agazapado en la geografía que lo vio nacer y que conoce mejor que a sí mismo, esperó el descenso de la nave extraterrestre y la atrapa, la examina, la oculta hasta del cielo. Me ha dicho que debe ser un ovni gringo porque tiene letras en inglés.
La luz es poca, pero un pequeño objeto metálico se adivina en la penumbra. La verdadera magia se revela al descubrir que todo está cubierto por la pátina del concepto, por la particular manera de percibir y concebir la realidad; todo puede ser todo y, en un fragmento de segundo, lo que hasta entonces era un objeto volador no identificado se transforma, adquiere una nueva identidad al instante.
Ahora un globo plateado, en uno de sus costados la caricatura de un oso toca el violín y una leyenda, "I love you". Mañana, en otro contexto, podrá transfigurar su esencia en cualquier cosa.

domingo, 14 de junio de 2009

4/52 - José Luis Trueba Lara


Pedro Tzontémoc y la muerte
La muerte sólo aterroriza a quienes no han mirado la fotografía de Pedro Tzontémoc y a los que no han leído con detenimiento la Apología de Platón. Entre la imagen y las palabras pronunciadas por Sócrates existe un nexo profundo: siempre he pensado que el filósofo pudo salvarse de la condena; él conocía las palabras precisas que ablandarían a los jueces, pero se negó a prounciarlas. Quizá por esta razón es verdad lo que cuenta Jenofonte en su Memorabilia: Sócrates estaba viejo y quería morir de manera digna. Incluso, gracias a la sabiduría que sólo otorga la certeza de la muerte cercana, Sócrates logró el análisis definitivo: la muerte “o bien es aniquiliación, y los muertos no tienen conciencia ni nada; o bien, según nos dicen, es realmente un cambio: una migración del alma desde este lugar hacia otro”.
La primera posibilidad —casi lejana de la fotografía de Pedro Tzontémoc— es la nada, es el dormir eterno sin tener un solo sueño. Esta opción me gusta, me parece que el dormir sin sueños es una justa recompensa por una vida de guerras y pasiones, por el envejecimiento que marca mi cuerpo para revelar lo que he sido: cada arruga, cada cana, cada músculo que pierde fortaleza es el precio que he pagado por ser quien soy. La nada es fascinante, lejana del miedo absoluto. Su sola intución no permite olvidar que “quien ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclavo”. Sin embargo, la nada me coloca ante la pérdida irremediable e indeseable: en el dormir sin sueños no estará ella, tampoco se revelarán los otros pocos a los que he amado; ahí, en el dormir sin sueños no ocurrirán las conversaciones pendientes ni me encontraré con los que siempre he deseado encontrarme. La nada es eso: nada.
Pero la socrática fotografía de Pedro Tzontémoc también me ofrece otra posibilidad: suponer que la muerte es “una migración del alma desde este lugar hacia otro”. El Hades al que me conduciría el barquero también es deseable: si Sócrates veía la posibilidad de encontrarse con sus viejos amigos, con los héroes y los grandes poetas, yo también podría tener un dormir con sueños y permanecer por lo que resta de la eternidad cerca de los míos: de la poesía hecha cuerpo, del heroísmo de atreverse a la diferencia, de las conversaciones que nunca terminarían.
La dualidad —a pesar de la lucidez de Sócrates— no fue resuelta: sólo se que no debo temer a la muerte, pero ignoro cuál es el destino final; por ello, sólo me queda una opción: volver a la Apología para encontrar la duda perfecta: “ahora es el momento de que nos marchemos, yo a morir y vosotros a vivir; pero quién de nosotros tiene un destino más feliz” es algo que nadie —ni siquiera el barquero de Pedro Tzontémoc— lo sabe.

Mirada de José Luis Trueba Lara (escritor) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

jueves, 11 de junio de 2009

citas - Sergio Pitol

Revisar el pasado significa, entre otras tristezas, contemplar un mundo que es, y al mismo tiempo ha dejado de ser, el mismo.
Sergio Pitol

lunes, 8 de junio de 2009

fotografía 4

Corazones en la nieve
Alençon, Francia / 1996
Serpientes de metal de horarios fatalmente exactos y conexiones precisas como el destino. Eterno desplazamiento de trenes, carrera contra el tiempo, contra la ansiedad de la llegada y del encuentro. Un viaje del adiós a lo posible, de la nostalgia a la seducción.
Los kilómetros pasan por mis ojos sin que la pupila los retenga, fluyen casi líquidos en la conciencia. Los paisajes se acercan a la velocidad del tren y una vez que éstos son rebasados se pierden en la memoria. Tiempo relativo en el que pasado, presente y futuro se funden en uno mismo. El destino es uno; sin embargo todo es posible en el juego causal de la realidad más que en el de la imaginación. Y, en este juego caleidoscópico, se modifica a cada instante el futuro, pero también el presente y el pasado.
Cientos de trenes serpentean simultáneamente en una articulada red de correspondencias, el viaje continúa de sur a norte a gran velocidad: Perpignan-París-Alençon.
El tiempo fuera de la serpiente es otro y más lento. La delicada caída de la nieve detiene las horas, los minutos, los segundos progresivamente hasta que termina por inmovilizar al tren; suceso imposible de consecuencias impredecibles. El universo todo se transforma a sí mismo.
La llegada se retrasa o quizá es que se organiza para darle tiempo al tiempo y en Alençon las horas extra de espera también trascurren despacio, en esa lentitud con que se manifiesta toda expectativa y mientras la distancia equidistante entre ambos se reduce, la agitación del encuentro se multiplica.
En la estación un viento frío corta el espacio, la luz horizontal se hace visible al acariciar la superficie de las cosas y una calle blanca de tanto nevar hace las veces de pizarra efímera en donde uno, dos, decenas de corazones dibujados en la nieve atrapan, en un fragmento de segundo, otros corazones más profanos.

viernes, 5 de junio de 2009

citas - Pia Elizondo

Toda fotografía es un autorretrato.
Pia Elizondo

jueves, 4 de junio de 2009

3/52 - Marco Perilli



La leyenda de Hanú
En su obra cúspide Visiones y arquetipo del cosmos, el prolífico antropólogo lituano Jonas Baltušis aclara perentorias coincidencias de culturas que nunca, en la marcha de la historia, guardaron vecindad. Parafraseo, con fórmula pedestre de academia y diccionarios, su acertada enunciación: “Donde y cuando son extraños de portada”. La tesis, en suma, afirma que si los fenómenos humanos son témpanos que flotan sobre el cuerpo sensible del tiempo, abajo hay corrientes que obedecen a otra extensión temporal, otra frecuencia, lo cual precisaría el por qué la sección áurea del maestro de Olimpia es la misma que la del astrónomo maya de Copán. Así, la leyenda de Hanú no detiene el naufragio de Ulises frente a la montaña de un incompatible purgatorio, ni refuta el error de Genjuro el alfarero, perdido entre las brumas, ceñido en lo sublime de Los cuentos de la luna pálida de agosto.
Por cierto Hanú era bizco, que se le cruzaran los caminos no ha de sorprendernos. Sin embargo, la suerte lo hubiera llevado a ser distinto, un orfebre supongamos, o Spinoza, o Linceo. Hanú estaba bogando, despreocupado de la pesca y del hogar, de los eternos regaños de su esposa (Hyla era robusta, y él, tan chaparrito, pasaba por debajo de sus golpes; sus hijas no le tenían cuidado). Corría cierta brisa y se dejaba llevar a la deriva. De todas formas, en la casa, le habían de maltratar. La lancha surcaba la tibia faz del lago. La caña de pescar tendida en un rincón. El remo tan ligero. Se asomó al agua y se vio. También del otro lado. Sacó la lengua, el otro también. Pero, al sacarla, chorreaba de la boca y casi se asfixiaba. Cerró la boca y respiró. Volvió a sacar la lengua, igual que aquél del agua, un chorro salpicó la superficie y ya no se veía. Hanú pensó entonces en el oráculo del Loro (Hyla se mofaba de sus cuentos): “Donde y cuando son dos lenguas de una misma gota”. El agua volvió a despejarse y el otro sacaba la lengua y él le respondió. Las lenguas se alargaban desmesuradamente, meneando sus verrugas, para tocarse, arponearse, coincidir, volver a retirarse, siendo la otra. El splash nadie lo oyó. Tampoco fue medido el empuje o la demora del descenso. Allá le esperaba una lancha, una caña de pescar, un guijarro reflejando su estrabismo (−Acaban de traerlos de otro mundo− le dirán), los aciagos rosarios de mi esposa.

Mirada de Marco Perilli (escritor y editor) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.

martes, 2 de junio de 2009

fotografía 3

Gastarse la vida
Sierra Tarahumara, México / 1992
Distancias relativas determinan el encuentro. A sólo unos cuantos metros en línea recta, pero a varios kilómetros por el sinuoso camino que une a las montañas. Tan alejados como para no poder poner los ojos de unos en los ojos de los otros, pero tan inmediatos que el avistamiento se advierte en la boca del estómago.
La distancia disminuye en una sola dirección. Nos hemos detenido a un costado del camino, los rarámuri se acercan en una procesión compacta, que a lo lejos, tiene el aspecto de un enorme ciempiés que ondula en el paisaje.
Se acercan paso a paso, cien pasos por cada paso. Traen consigo un hombre muerto, lo cargan en una improvisada camilla india, el cuerpo, envuelto apretadamente se balancea al ritmo de la marcha. Movimiento letárgico que atrapa la atención el tiempo relativo en que tardan en llegar.
Un breve intercambio de palabras rompe el silencio, una pregunta sin sentido indaga por las causas de la muerte; se gastó, me dicen, y en un fragmento de segundo, la respuesta le da sentido a preguntas más profundas.