Un pendiente
La Habana, Cuba / 1990
Mi único viaje a Cuba ha sido mi viaje más corto, pero su brevedad fue compensada por intensas y repetidas experiencias. En otras palabras, ocho días no eran suficientes pero sí lo fueron. Ocho mañanas salí de mi hotel y no volvía hasta la madrugada siguiente; las aventuras me encontraban aunque tratara de pasar desapercibido, aunque tratara de disfrazar mi condición de extranjero o quizá, porque en esa isla siempre terminan por encontrarte. Volvía solo. La intención de mi viaje no respondía a ese mito vulgar, o realidad a secas, del turismo sexual. No llevaba baratijas para intercambiarlas por caricias como pretendían, con entusiasmo, muchos de mis compañeros de vuelo.
Volvía solo, ya lo dije, y esa madrugada no fue la excepción. Quería dormir, pero la permanente afluencia en la recepción del hotel me obligó a esperar mi turno frente al elevador. El destino hizo lo suyo y por supuesto evitó cualquier casualidad y muchos compartimos ese pequeño viaje en ascenso, al final quedamos tres: la edecán, un otro y yo. A la salida del otro, un arete se desprendió de la edecán y cayó al foso del elevador perdiéndose para siempre; ella lloró en silencio y el otro, un imbécil medio borracho, la consoló diciendo que esa joya de plástico no tenía ningún valor y entonces sí, sus lágrimas brotaron.
Tenía que tomar una decisión: insultar al imbécil o permanecer con ella para velar su desconsuelo, en un fragmento de segundo opté por fijar mi mirada en la tristeza de sus ojos. Subimos, bajamos y volvimos a subir hasta que sonrío de nuevo, perdía mientras tanto la posibilidad de reclamarle al otro.
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