Los fuegos ocultos
La primera mirada revela una masa gris en tres planos. El más alto es de cielo, el del medio y el más vasto de tierra, el más bajo es de agua. Entre ellos hay algo invisible pero patente como un efluvio de tenue neblina: es el aire. ¿Falta el cuarto elemento? No, no falta ninguno, pues en la vastedad de los elementos y al amparo de la montaña un contorno definitivo define a un sujeto remando en una pequeña barca. Como esta línea y el tiempo en la gráfica, el hombre se desplaza del pasado al futuro en un instante preciso, en un aquí y ahora que la foto preserva como un ahí y entonces. Pero el presente se impone con fuerza: allí va alguien; es decir, allí brilla un impulso, un deseo, una conciencia viva: un fuego. Descubro estos hechos por observación, pero los datos no agotan la experiencia, sino que encienden otra hoguera y la imagen desgrana un abanico de ecos y símbolos. La figura proyecta una serenidad sólo aparente, pues la tensión entre la naturaleza y el ser humano se manifiesta y se acrecienta. Distingo entonces los tres mundos: los elementos naturales, la conciencia humana, el artilugio de la canoa. Aquí la crónica de la foto se repliega y se enreda en una nueva flama pues me revela otro artefacto y otra conciencia: la cámara y el fotógrafo. Ante la imagen no sólo están mis ojos y mi experiencia, pues detrás hay otros ojos y otra conciencia, los de un compositor y un poeta; aún más: el fotógrafo es un pintor que dibuja un cuadro con la paleta del mundo. Es así que el recuadro despliega primero el espacio abierto y compacto de los cuatro elementos y luego realza al menos aparente, al fuego, como un roce de tres ocasiones afanosas: un remero trabaja, un fotógrafo pinta, un espectador anota.
Mirada de José Luis Díaz (médico, escritor) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.
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