Champagne en el Metro
París, Francia / 1989
No es una hora pico en el metro de París, hay espacio suficiente para que la mirada se deslice tranquilamente, tomándose el tiempo en cada pausa. Un ritmo invisible apenas caótico, casi ordenado determina el fluir de personajes y la atención, independiente, se posa sobre algunos. Naturalmente se desarrolla una obra en tres actos o en tres estaciones.
Un inmigrante latinoamericano entra en escena, un niño en brazos para validar su reclamo; algunas monedas, las que lleguen, para amortiguar el hambre, para darle fuerza a los pasos en busca de otra vida, para alimentar el sueño cualquiera que éste sea. Una mirada, quizá ninguna se merece, es algo demasiado visto ya y la caridad se le ofrece en la misma proporción.
Es el turno de un ciudadano francés quien entiende bien de códigos y señales imperceptibles para los ajenos a esta realidad. No necesita un niño para atraer la compasión, para ello le basta un perro bien alimentado. El estímulo es irresistible y la ventaja de comunicarse en un mismo lenguaje llena sus manos de dineros.
Un tercer personaje sin identidad abre y cierra el tercer acto. Acompañado tan sólo por una botella de champagne peligrosamente vacía y todo el polvo de París encima. Afina su voz y pregona su intención de seguir bebiendo para lo cual reclama la comprensión de los presentes porque, si de beber se trata, no hay mejor manera de hacerlo que abandonarse al ir y venir de las burbujas. Un fragmento de segundo detiene la obra y mi última moneda de diez francos, sólo esa, brilla por contraste en la mano opaca del vagabundo. Se cierra el telón.
París, Francia / 1989
No es una hora pico en el metro de París, hay espacio suficiente para que la mirada se deslice tranquilamente, tomándose el tiempo en cada pausa. Un ritmo invisible apenas caótico, casi ordenado determina el fluir de personajes y la atención, independiente, se posa sobre algunos. Naturalmente se desarrolla una obra en tres actos o en tres estaciones.
Un inmigrante latinoamericano entra en escena, un niño en brazos para validar su reclamo; algunas monedas, las que lleguen, para amortiguar el hambre, para darle fuerza a los pasos en busca de otra vida, para alimentar el sueño cualquiera que éste sea. Una mirada, quizá ninguna se merece, es algo demasiado visto ya y la caridad se le ofrece en la misma proporción.
Es el turno de un ciudadano francés quien entiende bien de códigos y señales imperceptibles para los ajenos a esta realidad. No necesita un niño para atraer la compasión, para ello le basta un perro bien alimentado. El estímulo es irresistible y la ventaja de comunicarse en un mismo lenguaje llena sus manos de dineros.
Un tercer personaje sin identidad abre y cierra el tercer acto. Acompañado tan sólo por una botella de champagne peligrosamente vacía y todo el polvo de París encima. Afina su voz y pregona su intención de seguir bebiendo para lo cual reclama la comprensión de los presentes porque, si de beber se trata, no hay mejor manera de hacerlo que abandonarse al ir y venir de las burbujas. Un fragmento de segundo detiene la obra y mi última moneda de diez francos, sólo esa, brilla por contraste en la mano opaca del vagabundo. Se cierra el telón.
ME ENCANTA ESTA IDEA DE FOTOGRAFÍAS SIN CÁMARA, ESPERO MÁS Y NO DEBO SER LA ÚNICA.
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