Corazones en la nieve
Alençon, Francia / 1996
Serpientes de metal de horarios fatalmente exactos y conexiones precisas como el destino. Eterno desplazamiento de trenes, carrera contra el tiempo, contra la ansiedad de la llegada y del encuentro. Un viaje del adiós a lo posible, de la nostalgia a la seducción.
Los kilómetros pasan por mis ojos sin que la pupila los retenga, fluyen casi líquidos en la conciencia. Los paisajes se acercan a la velocidad del tren y una vez que éstos son rebasados se pierden en la memoria. Tiempo relativo en el que pasado, presente y futuro se funden en uno mismo. El destino es uno; sin embargo todo es posible en el juego causal de la realidad más que en el de la imaginación. Y, en este juego caleidoscópico, se modifica a cada instante el futuro, pero también el presente y el pasado.
Cientos de trenes serpentean simultáneamente en una articulada red de correspondencias, el viaje continúa de sur a norte a gran velocidad: Perpignan-París-Alençon.
El tiempo fuera de la serpiente es otro y más lento. La delicada caída de la nieve detiene las horas, los minutos, los segundos progresivamente hasta que termina por inmovilizar al tren; suceso imposible de consecuencias impredecibles. El universo todo se transforma a sí mismo.
La llegada se retrasa o quizá es que se organiza para darle tiempo al tiempo y en Alençon las horas extra de espera también trascurren despacio, en esa lentitud con que se manifiesta toda expectativa y mientras la distancia equidistante entre ambos se reduce, la agitación del encuentro se multiplica.
En la estación un viento frío corta el espacio, la luz horizontal se hace visible al acariciar la superficie de las cosas y una calle blanca de tanto nevar hace las veces de pizarra efímera en donde uno, dos, decenas de corazones dibujados en la nieve atrapan, en un fragmento de segundo, otros corazones más profanos.
Alençon, Francia / 1996
Serpientes de metal de horarios fatalmente exactos y conexiones precisas como el destino. Eterno desplazamiento de trenes, carrera contra el tiempo, contra la ansiedad de la llegada y del encuentro. Un viaje del adiós a lo posible, de la nostalgia a la seducción.
Los kilómetros pasan por mis ojos sin que la pupila los retenga, fluyen casi líquidos en la conciencia. Los paisajes se acercan a la velocidad del tren y una vez que éstos son rebasados se pierden en la memoria. Tiempo relativo en el que pasado, presente y futuro se funden en uno mismo. El destino es uno; sin embargo todo es posible en el juego causal de la realidad más que en el de la imaginación. Y, en este juego caleidoscópico, se modifica a cada instante el futuro, pero también el presente y el pasado.
Cientos de trenes serpentean simultáneamente en una articulada red de correspondencias, el viaje continúa de sur a norte a gran velocidad: Perpignan-París-Alençon.
El tiempo fuera de la serpiente es otro y más lento. La delicada caída de la nieve detiene las horas, los minutos, los segundos progresivamente hasta que termina por inmovilizar al tren; suceso imposible de consecuencias impredecibles. El universo todo se transforma a sí mismo.
La llegada se retrasa o quizá es que se organiza para darle tiempo al tiempo y en Alençon las horas extra de espera también trascurren despacio, en esa lentitud con que se manifiesta toda expectativa y mientras la distancia equidistante entre ambos se reduce, la agitación del encuentro se multiplica.
En la estación un viento frío corta el espacio, la luz horizontal se hace visible al acariciar la superficie de las cosas y una calle blanca de tanto nevar hace las veces de pizarra efímera en donde uno, dos, decenas de corazones dibujados en la nieve atrapan, en un fragmento de segundo, otros corazones más profanos.
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