Haluros de plata
Acopilco, México / 2001
No podría definir si estaba solo o sólo me sentía solo; podría estar acompañado, pero vivía un terremoto interno en el que estaba solo. Una enfermedad que me impidiría caminar me había tomado por sorpresa y formaba el remolino espeso en el que me hundía. Me refugiaba de mí mismo en un pequeño estudio y conmigo, la totalidad de mis pertenencias que, a manera de trinchera, me rodeaban.
Dormía poco o no dormía, comía menos; no salía de mi escondite, atrapado en el umbral de mi conciencia no rebasaba el quicio de la puerta, la única ventana por la que me asomaba era la pantalla de mi computadora en la que hacía vivir y morir a personajes virtuales en un intento desesperado por seguir existiendo. Tenía miedo y ya había intentado todo: idear proyectos, viajar, enamorarme… ese tipo de cosas que me habían rescatado de crisis menos profundas pero esa vez, en mi confusión, los alejaba a todos para que se acercaran y sin embargo retomaban su camino quince minutos después.
Afuera todo seguía su marcha, el sol salía cada mañana para ocultarse más tarde, el calendario dejaba caer las hojas en su otoño eterno, pero dentro de mi cueva todos los días eran uno: el mismo; vacío, sombrío y sin sentido. Otro día, de no sé cuántos, miraba sin mirar hasta que me detuve por azar en un rayo de luz furtivo, invasor, violento en su contraste con la oscuridad. La luz es invisible hasta que encuentra dónde reflejarse y desperté, en un fragmento de segundo desperté en la contemplación del polvo que flotaba en el aire, colgado del tiempo encendido por la luz.
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