Captura
Mírame. Te hablo desde el
centro.
También fui pescador, mi
mano conoció
el áspero tejido de la red,
el costado brillante de los
peces,
su fastidiosa muerte. Ahora
a mí me han capturado
en una red de plata,
haluro, polvinilo,
obturador, diafragma,
disparo sigiloso.
Me ha atrapado un animal de
sombra:
la cámara de fotografía.
Mírame.
Rodeado de una luz que se
desgrana.
En este mundo tenue
lo único sólido
es mi cuerpo.
No importa.
Ya no estaré mañana:
mi rostro desde ahora
ausente de sí mismo
es una colección de
astillas, punto ciego
en el centro de la
fotografía.
La montaña es niebla y de
niebla el lago.
Sólo yo soy opaco,
desde ahora
improviso un futuro sin
rostro y sin esquinas,
bajo tierra.
Más allá de mi cuerpo
se reconcilian el agua y la
montaña:
todo es gradación, tal vez
todo
visto a la distancia
y con tiempo suficiente
es un único estado
(lo sólido es un líquido
que se mueve tan lento,
el agua capturada un
instante es de piedra)
y sin embargo dura:
alcanza más que yo y sabe
quedarse
quizá porque conoce
su vocación de niebla y luz
desbaratada.
Sólo mi cuerpo
queda en entredicho.
Mi rostro
oscurecido por su propósito
con la mirada más allá de
la foto.
Soy la sombra y el reflejo
de la sombra.
Estoy en el centro
pero habito al margen de la
luz.
Parpadea y ya no estuve.
No basta siquiera esta
trama de plata.
No soy este que miras.
Escucha
mi voz de albúmina,
sostenida
y sin embargo
no tengo voz, tampoco.
Me la han echado encima.
No le haré falta al lago, a
la montaña.
Mis manos olvidarán
la muerte resbalosa de los
peces,
lo que hay en la otra
orilla.
No me echará de menos
el mundo que alumbrado no
distingue
el agua de la tierra, la
tierra de la luz,
será todo una forma
de mi no estar ahí,
un ojo desprendido que me
mira
y parpadea.
Mirada de Elisa Díaz Castelo (poeta) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.
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