La tierra, el hombre y el cielo.
Por alguna razón que no me queda clara, al abrir esta imagen en la computadora se despliega en la pantalla sólo su parte superior: la montaña, una geometría imperfecta, inmensa e inquietante en tonos blancos, grises y negros. La forma achatada de la cumbre me hace pensar en un volcán. En un principio no descubro la barca: acaso el elemento más lírico de esta obra. Conforme el ojo desciende la luz se aclara. Tuve, como en esas casas de Barragán, planeadas para no descubrir de un solo golpe el espacio, una revelación inesperada cuando bajé el cursor. La fotografía se abrió ante mis ojos en esos dos momentos contrastantes entre el arriba y el abajo.
El hombre solitario rema en una panga dirigido hacia la derecha de la composición. La inmensidad flota hacia arriba. Si trazáramos una línea recta de la cabeza del navegante con sombrero veríamos que no se encuentra en el centro respecto de la gran montaña, aunque de pronto lo parezca. Eso dota a la imagen de un equilibrio que los fotógrafos llaman, por su disposición compositiva, la ley de los tercios.
Al fondo, una línea de luz recorre el cuadro. Es la orilla de esas aguas en tenue movimiento. La orilla puede ser el estero o la playa y, a la derecha, se adivina, apenas visible, una vegetación en miniatura comparada con la inmensidad. Como en el Ikebana -el arte japonés del arreglo floral- se mantiene un equilibrio entre la tierra, el hombre y el cielo sostenido por el agua.
El barquero no está quieto y, sin embargo, entre remo y remo, el hombre dialoga con el entorno de silencio y majestuosidad que lo envuelve atrás y adelante, arriba y abajo. Fascina la intemporalidad de la imagen que nos habla, más allá de la belleza del paisaje, de la condición del ser y su posición frente a lo inmenso. La descarga visual y hasta auditiva golpea nuestras emociones. La presencia de lo divino, aún para el más ateo, está aquí en este instante modesto y único, simple y grandioso, visible en los tres planos del Ikebana que esta imagen despliega y metaforiza sin retórica alguna. La imagen con todo el color expresivo del blanco y negro, y que el fotógrafo maneja como un maestro, se despliega a través de la mirada de Pedro Tzontemoc como esas flores inclinadas del arte japonés que, al mirarlas, siembran en el espectador un estado, también flotante, de pertenencia y comunión.
Mirada de Myriam Moscona (poeta) sobre una fotografía de Pedro Tzontémoc.